Anoche
Lucía Armijo reventó dinamita. Pasada la medianoche despertó con el
sonido de los silbatos: la señal que sus vecinas hacen sonar para
alertarse del peligro.
En la penumbra escuchó los ladridos
destemplados de los diez perros que vigilaban la minúscula construcción
de adobe en la que vive. Medio minuto después sintió pasos arrastrados,
carreras nerviosas y voces roncas de desconocidos alrededor de la casa.
“Afuera hay rateros”, murmuró a sus hijos en la oscuridad y salió de su
cama.
Se abrigó apenas, encendió una lámpara de carburo, tomó un palo de
madera y salió a mirar lo que sucedía. Tenía que vigilar que no robaran
las bodegas de herramientas y maquinarías que tiene a su cuidado. Es su
trabajo.
—Los vi en la negrura. Querían abrir la puerta de una de las casetas que están cerca de la bocamina. Eran cuatro.
Tenían cubierta la cara con unos
pañuelos. Me vieron con la lámpara y me amenazaron. Me dijeron, “te
vamos a pegar chola de mierda, ándate a dormir, no cuides tanto cosas
que no son tuyas”.
Eso le dio rabia. Corrió a su casa a buscar unos cartuchos de dinamita, encendió uno y se lo arrojó.
—Explotó casi en sus piernas cuando arrancaban cerro abajo.
Para asegurarse de que no volvieran, Lucía tiró otro cartucho de dinamita.
Lucía Armijo trabaja de guardabocamina
en “Monja uno”, una de las 600 faenas que socavan la falda del Cerro
Rico en Potosí: la montaña que tiene la reserva de plata y estaño más
grande de Bolivia. La que asombró a los conquistadores. La que nutrió a
España y Europa con multimillonarias oleadas de plata y la que, ahora,
desde los túneles que barrenan su interior, todavía fluye lo poco que
queda de su hemorragia de riqueza.
Lucía es una de las 200 guardabocaminas
que existen en Cerro Rico. Tiene 40 años, una sonrisa con tapaduras
metálicas, las mejillas resecas por el sol y la piel cobriza. Vive con
sus seis hijos y una nieta recién nacida en una caseta de seis por tres
metros: un cuartucho con poca ventilación, techo de zinc oxidado, piso
de tierra y una puerta con rendijas tapadas con cartones.
—No es mucho, pero tengo una llave de
agua potable cerca y electricidad. Hay otras partes del cerro donde las
mujeres deben caminar a una cisterna para tener agua –dice mientas masca
unas hojas de coca. Está sentada en su caseta. Sus escasas pertenencias
la rodean abarrotadas y mustias: dos camarotes que se reparten entre
toda la familia, cajas con ropa, una mesa con las patas chuecas, una
cocina y un televisor que ahora está encendido en un canal de dibujos
animados para entretener a Juan Eduardo, el menor de sus hijos.
La caseta –que está decorada con
guirnaldas y globos de colores por las fiestas de carnaval que acaban de
terminar– es parte de su pago por vigilar la mina y cuidar las bodegas
de esta empresa en la que trabajan 60 mineros.
Lucía es guardabocaminas desde hace 14
años. Llegó aquí desde Comunidad de Jesús –un sector poblacional de
Potosí–, la primera vez que la abandonó su marido.
—Me dejó sin nada. Entonces me vine para
acá, al Cerro Rico, porque podía trabajar en la mina sin dejar a mis
hijos botados. Después volvió, pero no funcionó y nos separamos otra
vez. Trabaja de chofer en la ciudad, pero no me importa. Acá tengo casa,
un sueldo y la posibilidad de pichar los minerales sobrantes. Con eso
me doy vueltas.
Podría ser peor.
Pichar consiste en barrer las rocas que
se caen de las volquetas que sacan los mineros de la mina. Las
guardabocaminas las juntan cerca de su cabina y luego las venden a
pequeñas empresas compradoras de minerales que pagan lo recolectado en
efectivo. De la concentración de metal con valor comercial que contenga
su cargamento dependerán sus ganancias. Lucía vende lo que picha cada
dos meses. Si tiene suerte puede ganar 1.500 bolivianos (213 dólares
estadounidenses). Eso aumenta el sueldo de 700 bolivianos que gana
mensualmente (alrededor de 100 dólares) por su trabajo de guardabocamina
y el otro tanto que consigue lavando ropa de algunos mineros.
Algunas veces también “carretea”:
arrastra los vagones con mineral desde el interior del socavón cuando
hace falta fuerza de trabajo. La ayudan sus dos hijas mayores de 16 y 18
años.
—Cuando hay buen mineral, podemos sacar hasta 30 carros y ganar 100 bolivianos más.
Pero la principal responsabilidad de
Lucía es vigilar las casetas de las herramientas y las maquinarias. Si
llegaran a robarles, tendría que pagar todo de su bolsillo. Y como
Lucía, al igual que las otras guardas, no tiene ahorros, le descontarían
su sueldo. Se quedaría con nada.
—Conozco a muchas guardas que trabajan
gratis, como si fueran esclavas. Hace unos días robaron más arriba y los
dueños de la mina echaron a la guarda de su caseta, la despidieron y no
tiene dónde dormir con hijos –dice y se persigna para conjurar esa
posibilidad.
A Lucía han intentado robarle cuatro veces.
Por eso todas las noches duerme a medias.
Por eso guarda dinamita detrás de su puerta, al lado de los juguetes de su hijo.
Por eso anoche lanzó dos cartuchos en la oscuridad.
***
Potosí fue mucho, pero ahora es poco. La
ciudad –ubicada a más de cuatro mil metros de altura al sur de La Paz–
languidece en sus recuerdos. Su casco histórico de calles estrechas,
monumentos imponentes como La Casa de la Moneda –la segunda construida
por los españoles en el Nuevo Mundo– y caserones con escudos de nobles
españoles ya desaparecidos son historia. El presente, en cambio, es
duro. Según el Instituto Nacional de Estadísticas de Bolivia, ocho de
cada diez habitantes del Departamento de Potosí viven en la extrema
pobreza.
Ya no queda nada de la portentosa
riqueza que relató el cronista Nicolás de Martínez Arzanz y Vela en el
Siglo XVIII en su libro “Historia de la Villa Imperial de Potosí”. Ahí
describe una ciudad “donde la plata abundaba como la arena a orillas del
mar y su resplandor opacaba al de la luna llena”.
Ahora, Cerro Rico –un triángulo casi
perfecto hecho una montaña de tonos rosados que marca el paisaje de la
ciudad– es un montañón menoscabado. Una pirámide carcomida en su
interior por 619 bocaminas y, al menos, 150 kilómetros lineales entre
cuevas, galerías y pasadizos, según datos de la Corporación Minera de
Bolivia (Comibol). El cerro también se está hundiendo. Si en 1545,
cuando se inició la explotación de su riqueza, tenía una altura de 5.183
metros, hoy los estudios geológicos comprueban que ésta se redujo en
787 metros por los trabajos mineros y la erosión.
En su época dorada, durante la Colonia,
Cerro Rico nutrió con embarques de riqueza a Europa. Los historiadores
más discretos hablan de 15 mil toneladas de plata pura enviadas a
ultramar; los más sensacionalistas, de treinta mil.
El cronista León Pinelo sostenía en 1629
que la producción del cerro era tanta que “bastaría para un puente o
camino desde Potosí a Madrid de 2.071 leguas de largo, cuatro dedos de
espesor y 14 varas de ancho”.
En los registros históricos dicen que en
1630 Potosí llegó a tener 160 mil habitantes, un poco más que la
población que por entonces tenían París y Londres. Mientras Potosí
resplandecía con la riqueza -en sus calles se vendían perlas de Ceylán,
tenía treinta y seis iglesias espléndidamente ornamentadas, 14 escuelas
de baile y en la Casa de
Moneda se acuñaron monedas para las
Filipinas-, en el cerro se escribía el capítulo oscuro de su historia:
miles de indios fueron esclavizados y otros tantos africanos fueron
traídos por los españoles para cumplir con la ambición.
El esplendor de Potosí no duró
demasiado. Su altura, las bajas temperaturas y las constantes epidemias
hicieron que los españoles emplazaran una nueva ciudad: Sucre, un lugar
más cómodo, menos cruento. “La nueva población, ubicada a 150
kilómetros, fue otro parásito de la riqueza del Cerro Rico. En 1650 sus
vetas escasearon y la ciudad imperial comenzó a hundirse en el olvido,
pero ha sobrevivido gracias al estaño y otros metales menores como el
zinc y el bórax”, asegura Olivier Barras, investigador social
suizo-francés radicado en Potosí y que investiga la minería boliviana.
Pero el verdadero caos llegó en 1985
cuando la Comibol –que explotaba el 75 por ciento del Cerro Rico– se
desmembró por las deudas, la ineficacia y la corrupción. Se vinieron los
despidos masivos: sólo mantuvieron su puesto dos mil trabajadores de
los 13 mil que conformaban su plantilla. Muchos emigraron en busca de
otras oportunidades, otros saquearon las instalaciones y unos cuantos
esperaron una solución gubernamental. La respuesta fue que formaran sus
propias cooperativas. El Estado aportaría las herramientas y la
asistencia técnica y los mineros su trabajo. En el Cerro Rico todo fue
alegría. Era el comienzo de una nueva era, nueva época que nunca llegó.
En menos de un mes se conformaron 50
nuevas cooperativas privadas con unos pocos socios que arrendaron un
yacimiento y comenzaron a explotarlo sin medidas de seguridad, con
jornadas extenuantes, fuera de los derechos laborales y con un
rendimiento deprimente.
Ese es el sistema que se mantiene hasta hoy.
***
Es hora de almuerzo en Pailaviri –la
principal mina de Cerro Rico y la única que pertenece al Estado
boliviano– y Paulina López –66 años, viuda y de modales bruscos– está
vestida con su mejor traje de chola: faldón abultado, falso de enaguas,
chal tejido, medias de seda y bombín negro en la cabeza.
Unos turistas europeos, que se preparan a
entrar al museo mineralógico que existe en el lugar, se quedan mirando a
Paulina. A la distancia disparan sus cámaras. Ella masculla unas
palabras en quechua, se cubre la cara con el manto y apura el tranco.
—Estos gringos, piensan que somos parte del museo.
Paulina está del mal humor. Hace poco
llegó de Potosí. Bajó a la ciudad para visitar a su hijo menor, pero no
lo encontró. Su nuera le dijo que había entrado a trabajar en una mina
en el sector de Robertito, en la parte trasera del Cerro Rico, la más
aislada, la más pobre.
—Me venció. Yo no quería que ninguno de
mis hijos trabajara en el cerro. Quería que tuvieran una mejor vida, que
no siguieran mis pasos ni los de mi esposo. Él murió por el mal de la
mina, de los pulmones. Yo empecé a recolectar mineral del suelo cuando
tenía 14 años, al igual que mi madre y mi abuela –dice Paulina y frunce
el ceño mientras se encamina a un costado de la mina a buscar a sus
compañeras palliris, que están pallando los minerales que recolectaron
de las sobras de la mina.
Las palliris conforman uno de los grupos
más tradicionales y enraizados entre las mujeres de la cultura minera
del alto andino. Su nombre proviene de la palabra quechua Pallay que
significa “escoger”. Su oficio consiste en recolectar el material que
sobra de los relaves o los residuos que se concentran fuera de las
bocaminas y cuentan con autorización de los dueños de las cooperativas.
El proceso es simple, pero agotador: recogen las piedras de entre los
restos en un delantal, las acumulan en una bolsa plástica y luego lo
trasladan a un corral cuadrado de murallas de piedra. Ahí lo parten con
un martillo o con las manos para extraer el material minero que queda y
luego venderlo. Mensualmente ganan un promedio de 1.200 bolivianos (170
dólares).
—Ahora ganamos poco, no trabajamos
tanto. Las palliris somos mujeres viejas, ya no llegamos al alba como
antes. Nos duelen los huesos, nos cansamos rápido y tampoco tenemos que
mantener a nuestros hijos –dice
Adelaida Jancko, una mujer de 74 años
que está pallando sentada en el suelo de su corral. En sus manos
callosas y con dedos como garfios sostiene un martillo con el que golpea
una piedra. La examina y sólo guarda un pequeño trozo en un saco que
está extendido a su lado.
Adelaida habla la mayor parte del tiempo
en quechua. Lo prefiere al español, el que pronuncia con tono duro, sin
ritmo. Empezó como palliri hace 35 años. Antes era dueña de casa, pero
después que su marido murió en un accidente dentro de un socavón, salió a
trabajar al cerro para mantener a sus nueve hijos. Conocía el oficio.
Lo había visto cuando acompañaba a su madre que era “muira”: entregaba
la comida y el agua que llevaba sobre una mula a las distintas bocaminas
del cerro.
—Yo, en cambio, nunca quise traer a mis hijos para acá. Siempre los dejé en casa en Potosí para que estudiaran.
Me hicieron caso: cuatro son profesores y
otro es pastor en una iglesia. Ellos no quieren que suba, pero en mi
casa me aburro. Me acostumbré a trabajar mucho, me molesta estar en la
casa sentada.
Adelaida masca coca y la escupe
disimuladamente. A su lado María Vargas, una palliri un poco más joven y
callada golpea una roca. La mira y la arroja para un lado.
María tiene 54 años y quedó viuda en
1999. Mientras la silicosis consumía a su marido y vio que no tenían
comida en casa, se vino a pallar al cerro. Después de su muerte siguió
escarbando entre los escombros, buscando entre el residuo de los metales
algo que rescatar. Es la tradición de la mina. El destino que por
centurias ha marcado a las viudas de Cerro Rico.
—Las cosas ya no son como antes.
Quedamos pocas palliris, ahora hay más guardabocaminas. Ellas tienen más
trabajo y sufren más –dice María sin dejar de golpear la roca.
—Ahora nada tiene la pureza de antes –refunfuña y martillea con fuerza una piedra hasta hacerla polvo.
***
Palliris y guardabocaminas forman parte
de un perverso sistema que tiene su postal más cruel en “la montaña
devora hombres”, como llaman los mineros al Cerro Rico, y que se replica
en otros centros mineros de Bolivia.
Según Comibol, en todo el país alrededor
de cinco mil mineros trabajan para la empresa estatal. Nueve mil lo
hacen para compañías privadas. Pero existe una cifra fantasma, un número
que nadie maneja, de los trabajadores de los pequeños minerales: en
bocaminas sostenidas por maderos viejos, con túneles enclenques, pozos
de “copajira” (agua tóxica) y gases contaminantes que los mineros
combaten cubriéndose sólo con pañuelos.
Las mujeres también forman parte de esta
cifra fantasma. Aunque desde 1985, cuando se reestructuró el sistema
minero boliviano, las palliris fueron reconocidas como socias por las
cooperativas mineras y se integraron a las asociaciones gremiales. En
estas organizaciones en teoría también se deberían integrar a las
guardabocaminas, pero siempre han existido diferencias entre ellas. “Las
palliris sienten que tienen otro estatus en el sistema cooperativo:
ellas son socias, mientras que las guardas son asalariadas, con
contratos de palabras y sin protecciones legales.
Pero también existe la diferencia
generacional: las guardas son más numerosas y jóvenes, mientas que las
palliris son ancianas y están desapareciendo lentamente”, explica la
investigadora boliviana Ingrid Tapia, autora del libro
“La herencia de la mina”.
Según Eblyn Cavero, asistente social y
encargada en Potosí del programa de mujeres mineras del Centro de
Promoción Minera de Bolivia, las guardabocaminas son las que están
expuestas a las peores condiciones laborales.
“Además de no tener beneficios sociales y
estar a merced de la voluntad de sus empleadores a la hora de negociar
sus sueldos, deben vivir en condiciones deplorables, muchas veces sin
agua y expuestas a la contaminación de los residuos tóxicos que salen de
las minas. Y bueno, estar expuesta a la violencia de los asaltantes de
los yacimientos a los que se enfrentan con piedras, palos o dinamita.
Porque los dueños prefieren contratarlas a ellas antes que a un sereno a
quien deben pagarle un sueldo legal”.
Eblyn Cavero, quien lleva cerca de cinco
años recorriendo Cerro Rico de punta a falda, dice que “es imposible
magnificar la realidad de las mujeres mineras. Es muy diversa, pero no
es nada agradable”.
Aún así se puede bosquejar su perfil con
la información que maneja Comibol: tienen sobre 40 años, en su mayoría
fueron abandonadas por sus esposos o quedaron viudas. Se estima que cada
trabajadora tiene al menos tres hijos.
La mayoría trabaja fuera de la mina,
pero otra vez aparece la cifra no oficial que asegura que por lo menos
dos mil mujeres realizan faenas al interior de los piques.
“Eso sucede especialmente con chicas
jóvenes, muchas menores de edad, que trabajan fuera de la ley y con
salarios de miseria en minerales más alejados de Cerro Rico y en pueblos
rurales de la Provincia de Oruro, la otra gran zona minera de Bolivia”,
explica el investigador Olivier Barras.
***
Anoche a Ema Mendoza –26 años, estatura
baja, piel oscura, cara redondeada– le envenenaron uno de los siete
perros que la ayudan a vigilar el socavón San Miguel, el mineral donde
trabaja como guardabocamina desde hace tres años. Lo encontró esta
mañana tirado tras la cabina en la que vive con sus dos hijas, Nayeli
(10) y Carolina (5). Al animal, que no tenía nombre, lo enterraron los
mineros bajo una pila de piedras.
—Querían dejarlo ahí tirado, pero como
por acá no pasan recogiendo basura, les pedí que lo enterraran. A cambio
tuve que lavarles la ropa –dice Ema. Son las tres de la tarde, el sol
cae recto sobre Cerro Rico, pero corre un viento helado. Dentro de la
casucha hace frío y suena una radio con música romántica. En una
cocinilla hierve una tetera.
—Yo creo que lo mataron los mismos que trataron de robar allá abajo, en donde tiraron dinamita anoche.
Ema habla bajo, con los ojos
entrecerrados y con los brazos cruzados sobre el pecho. Se vino desde
Bentasus, un pequeño pueblo agrícola que está a una hora de Potosí,
cuando tenía 20 años. Siguió a una amiga de infancia que trabajaba en el
cerro. Su primer trabajo fue seleccionar piedras que se caían de los
camiones. Ganaba 25 bolivianos al día (menos de 4 dólares). Después
aceptó cuidar la mina “La Amorosa”, que está en la parte media del
cerro.
—Ahí la pasé mal. No tenía agua y no me
pagaban las pichas que hacía. Los mineros eran atrevidos, no podía estar
tranquila. Así que me fui a otra mina, en la que trabajaba con mi mamá
que también dejó el pueblo cuando enviudó, y después conseguí trabajo
acá que es mejor porque tengo agua y luz.
Su madre, Victoria, se quedó en la otra
mina. La mujer tiene 63 años, está enferma de la espalda y ahora está en
cama inmóvil. Pero no quiere dejar el trabajo. Es su único ingreso. Ema
ahora tiene que subir a cuidarla y mirar esa mina todos los días. Va
tres veces: por la mañana, después del mediodía y cuando comienza a
oscurecer.
Anoche, cuando sintió los silbatos de
las otras guardabocaminas, pensó en subir, pero cuando escuchó la
primera explosión de dinamita desistió de hacerlo.
—Mis hijas se asustaron y no quise dejarlas solas. Acá puede pasar cualquier cosa. En el cerro estamos desamparadas.
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